CON LAS BOTAS BIEN PUESTAS

 Autora: Diana Vallejo



Malandro, lucía calmo como un vaso de agua olvidado en cualquier rincón, vivía junto a su sangre, en una choza grande construida de maderas bastante gastadas, y ubicada en medio de su yermo rancho.

Ese día, recién estuvo con sus tres mejores amigos, el cura Natael, quién cada domingo lo libraba del infierno a cambio del diezmo y favores diviesos, Lautaro el alcalde, tanto o más majadero que él, y Herlindo el buen policía, que pasa enamorado de Tula, su Tula.

Al regresar de sus parrandas, se sienta con desparpajo, con las piernas en compás, mientras se rasca los testículos para que se le inflamen, es tan machista, que se orina para marcar la cabaña, y en la calle no hay esquina donde él y otros igual de ordinarios, no dejen la aldea oliendo a alcantarilla, especialmente cerca de los estancos que van convirtiendo a Maura en la rica del pueblo, es la única que destila alcohol, lo único que heredó del amargado de su padre.

Lo produce tanto para sus borrachos, como para la boticaria, que le encarga litros y litros, se utiliza para curar a los heridos de las interminables riñas que siempre se arman frente a los negocios nauseabundos de su gran amiga.

Quiso tener una cafetería, pero la envidia de sus paisanas, hizo que abrieran otras sin distingo alguno de la de Maura y se fue a la quiebra, así que hizo lo que su padre le enseñó, abrió estancos y les vendió a sus maridos.

 

Ella diversificó, hoy no sólo los enferma, a veces los cura, de vez en cuando lo prepara con su alcohol para muertitos, y a veces le pesa, porque es un cliente sin fondo menos, un amigobrio amigable, a los que suele servirles boquitas especiales, —No vaya a ser que estire la pata con el estómago vacío,  dicen que trae pobreza.---

Siempre recuerda lo feliz que se puso su mamá cuando a Emilio el “quiebra huesos” de su padre, le rellenaron la boca, los oídos y las fosas nasales y cuánto orificio le encontraron con algodones empapados y olorosos de alcohol y llegó repentinamente el fotógrafo para hacer la foto del fenecido, recuerdo que cuelga en su primer negocio, así les señala la foto del oráculo a sus más asiduos clientes.

— Velo bien Chalo, casi casi, andas igualito que él, sólo te faltan los algodones, esos te los consigo, y más blanquitos. Aparte te los pongo gratis—mientras señalaba la tétrica cara.

—¿En serio Maura, harías eso por mí? Es que mi Tati, no me quiere ver ni en pintura, si estiro la pata empuñando el codo. Pero si vos me haces el cambalache, ya me puedo morir hoy. — dijo casi resuelto a pedir otra cuando Maura le replicó.

—Pero cobro por adelantado. — y le alejó la pacha de la muerte, mientras le guiñaba un ojo.

—¿Ahora? — hizo una cara de desagrado, porque con eso quería comprar su última pacha.

—Por supuesto, ¿para cuándo entonces?  echa, echa, no te hagas. —

Y así es que Maura, salvaba a algunos, especialmente a los más simpáticos, excepto a Malandro que la enamoró para irse con otro, el alcalde, pero jamás a podido confirmarlo.

Malandro, en ese instante se acomodó pesadamente junto a Esperanza, sobre la antigua y parda silla mecedora que cruje aún sin ocupante, se acomoda al centro de esa cabaña por cuyas rendijas se filtra el sol, cortando el espacio con deslumbrantes iridiscencias y el vaho del calor; mucho calor, tanto o más que en los infiernos.

Sólo el polvo pisoteado atestigua que el “patrón” dormita, a pesar del llanto de Esperanza, hija de Tula, su hija mayor.

Apenas regresó de la iglesia de confesarse con su viejo amigo Natael, quién expía sus pecados, se encontró a la más pequeña de sus hijas, y se le antojó la “chuchería”, sin más la levantó, frotando a la pequeña sin reparo.

—Ay, mierda, ya se encachimbó— Sintió el frío en su nuca, no quiso ver quién de esas rémoras lo observaba.

—¿Y mi café? — vociferó, le agregó chilazo de Yuscarin, diciendo:

—¡A mi gusto! — y sorbió el líquido, hasta su profundo patetismo. Intentó darle a la niña, pero ella cerró su boquita como candado, lo hacía muy bien.

—Eres fiera Esperanza, así me gustan—dijo el malparido de su padre mientras se bebió el resto de un tirón.

Repentinamente se relajó, ya no frotaba a la nena. Se sintió entumecido, paralizado, quiso gritar, en vez de eso babeaba, cada vez más lento y rígido, su lengua se negó a moverse, quedó sin voluntad alguna, su brazo derecho se quedó suspendido como un péndulo que acaba en un espesos y grotescos anillos de oro, que tenían vida propia, fue cuando se resbaló la taza de café que cada tarde de olvidos paladea.

Esperanza, de tres años no dejaba de chillar, la mano izquierda del majadero pesa sobre su hombro, Tula entró y se quedó de pie en el umbral, sopesando la escena, se acercó, no sin antes recoger la taza de suelo que el señor de los chilillos dejó caer, luego, rescató presurosa a Esperanza, liberándola de aquel degenerado.

 

Malandro no tenía esposa, la sembró, sus hijas la extrañaban, al menos las tres que tuvo con ella, los demás güirros los tuvo con las hijas, todo el pueblo lo sabe, pero nadie se mete, es el amor del alcalde, sólo sus papás viven avergonzados de Malandro, pero están viejos y tiemblan ante su voz.

—Parimos un demonio. — le dice Fulgencio a Rita.

—Por tu culpa, que estabas bolo y me enojaste. — dijo en su defensa.

Al escuchar los gritos de Esperanza, los papás, y una a una, todas las hijas, con sus respectivas marimbitas de hijos se asomaron, niños extrañamente quietos que se resguardaban en las enaguas de sus madres, muy pequeñas para serlo.

 Tula era la mayor y sólo tenía diecisiete, terminaron de entrar a ver qué sucedía en el cuartel y rodearon al hombre paralizado, sólo sus ojos seguían siendo perturbadores, se les fue metiendo a la consciencia la lánguida postura del viejo, cada vez más descolorido en contraste con aquel pantalón marrón e igual a la ira de ellas.

Tula, sabía que no quedaba de otra y Jacinta que estaba llorando en silencio, por temor rompió el estupor del recinto.

—¿Se puso duro? — y sus hermanas les apretaron las manitas a sus hijos, ellos las miraron aún sin entenderlo del todo.

—Ya, re duro, dijo. — dijo satisfecha y aliviada.

Tula, que no quería estar equivocada, buscó el pulso.

—¿Te estás muriendo Malandro? ¿Ya casi? — y apretó más fuerte, para cerciorarse de que el viejo estaba momificado de por vida.

—Nos vamos. — dijo mientras se inclinaba a observar como el veneno le iba dejando más rígido.

—Verás el alcalde está pagado, encontramos las botas de mamá que tanto buscabas, ¿el dinero, recuerdas? Yo lo escondí— sólo así observó unas lágrimas sucias resbalando de su faz, —mi mamá me dijo que lo escondiera sin que ella supiera, y vos la mataste. —

—Eso y los títulos de propiedad—

— Ves no somos inútiles, estas tierras, apenas te hagas polvo, serán nuestras—decía Tula mientras Jacinta se aproximó y fijamente le dijo al petrificado.

—Ay pa, hasta que me sirvió el huacal. —dijo Jacinta ,  riéndose, y apuntando su dedo en la testa.

—Sólo vos creíste que no. —haciendo un mohín de desprecio jocoso, que más era dolor. 

—Aprendí a leer y a contar—eso nos ayudará en la ciudad.

 Por su parte Tula, intentó cerrarle los ojos al viejo padre, pero aquellos no cerraron del todo y quedó una mueca de mirada, dos ojos arrugados y feos a media asta, patéticas bolillas negras.

—Ya está— afirmó Tula, viendo a Jacinta.

—¿Seguras? —  preguntó la ansiosa de Tomasa, quién fue la que atrapó a las serpientes, junto a Tomasita su hija y hermana, ellas ordeñaron los venenos, así lo como lo vio en un programa.

—Acérquense —les dijo Tula, mientras sostenía en su cadera a su pequeña, a la que le daba besos y revisaba toda con mucha ansiedad. Todas le puyaron los cachetes, o cualquier parte del cuerpo para cerciorarse de que no reaccionaba.

Tomasa como hipnotizada, sacó su único pintalabios, el que él mismo usó, cuando le pintó los labios en contra de su voluntad y la violó.

Decidió entonces rayarle en la cara una X, pasando sobre los ojos llorosos y desesperados.

—Te dije que funcionaría— exclamó Tomasa, quitándole el sombrero.

—¿Te comió la lengua los ratones? — preguntó Tula con burla  a Malandro, él expulsó de su boca retorcida una lengüota gruesa, tal fue el susto que todos gritaron al unísono, para estallar luego en carcajadas.

Aún lo rodeaban con incredulidad, pero Esperanza quiso bajarse de los brazos de su madre y corrió a la única puerta de salida, quería jugar.

Sin más, todos vieron al casi muerto mientras iban yéndose, la última, Eugenia, repentinamente tomó el machete y le arrancó los dedos con anillos de oro, acomodó el machete en la otra mano, y tiró las falanges que más odiaba bajo la pata de la mecedora, esas joyas las necesitarían para comprar comida, mientras llegaban a la ciudad por trabajo.

Tula esperó, Jacinta trajo las maletas de todos, salieron, excepto Eugenia, que cerró por dentro toda la casa, y luego se salió por la ventana, nadie se enteraría, quizás Natael, que por cierto después de la visita de Herlindo, se fue al campanario a querer esconder el porcentaje que se guardaba de los diezmos, y en eso estaba cuando sin razón aparente le cayó la gran campana de hierro forjado del S. XVII.  Pasaría una semana, hasta que lo encontraran.

—¿Tomasa sacaste los papeles y la bota del dinero? — preguntó Tomasa.

Ella asintió, saliendo tan suave y etérea, que nadie creería nada. Emprendieron el camino sin ningún remordimiento, Herlindo los alcanzó a la salida del rancho, con una sonrisa de sol, y le tomó la mano a su esposa, con la que se casó en secreto.

Meses después, recordó todo, cuando por los diarios, sacaron el caso de un esqueleto, sentado en el rancho de las Brisas, allá en su pueblo, totalmente descarnado, concluyeron que como estaba solo no se atendió y murió desangrado.

Tula, leyó en voz alta a sus hermanas y sobrina hermanas, y sin más armaron una fiesta que duraría lo inusual, pero no importa se hicieron ricas con sus viandas de pueblo y quesos de cuajo, sonrieron, después reclamarían sus tierras.

De todos modos, Malandro, no tiene porqué quejarse, murió rodeado de su sangre.

 

 

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